miércoles, 17 de octubre de 2012

ARREBOL DE SEPTIEMBRE

Puede que esta pieza breve de La teoría del polvo. Cuentos de las Sierras de Alcaraz y del Segura llegue un par de semanas tarde, mirando el calendario. Puede que todavía llegue a tiempo, mirando el cielo. En cualquier caso, espero que ayude a poner en su sitio las servidumbres más superfluas de la vida de hoy.


Arrebol. Aún sin comprenderla es una palabra lo bastante hermosa para beberla despacio. Una bocanada de luz ruborizada, veteada de oro y púrpura, que retumba en el paladar.

Desde los balcones de la paciencia, no es difícil contemplar las arreboladas a esas horas que las convocan. En cambio, las arreboladas como estas que clausuran el estío apenas son imaginables hasta que asaltan a su espectador.
 
Los muros derruidos y los túmulos marmóreos del castillo de Riópar comparten la cima de El Borrucal, un promontorio de hierba mullida, su balcón con vistas a la Umbría del Molino, a la Solana de Miraflores y al Puerto de Crucetas, desde donde se contempla un escenario que turba.
 
El cielo que recibe la tormenta de septiembre preludia la vecindad, al otro lado de esos barrancos, donde el idioma se arabiza más. A este lado, la tierra exuda las últimas briznas de ocre, que se retiran del valle ascendiendo a las lomas y a los picos para remolonear por poco ya.
 
Esa acuarela, capturada entre el estío y el otoño, repleta de matices etéreos que descienden con el relente a los puertos que conducen a Andalucía, a los laberintos de piedra que serpean hasta el mar no tan lejano, por donde muere La Mancha como el rescoldo de una lumbre, me ha susurrado, lentamente, en el ánimo: tempus fugit.
 

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